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La Enciclopedia de los Migrantes

André Belo

Historiador, Université Rennes 2, Rennes

Este texto es para mi ahijada Laura, que en 2016 cumple 18 años. Esta es la edad que tiene también mi salida de Portugal a Francia, en un lejano día de principios de octubre de 1998. Laura nació a mitad de verano de ese año y yo, casualmente, me marché poco después. Hoy miro a Laura y la veo como una (hermosa) mujer que da forma al tiempo que continuó su curso sin mí en mi país. Llegamos ambos, ella y mi emigración, a la edad adulta. Laura representará en este texto la idea opuesta al saudosismo, el tiempo convertido en vida adulta, y será — con el bello nombre que tiene — la musa inspiradora de estas líneas.

Mirarse a sí mismo, al pasado, a la relación con la comunidad de origen, al medio social, al núcleo familiar… todo esto, imagino, forma parte de la experiencia habitual del migrante, como resultado del desarraigamiento y de la comparación entre realidades diferentes. En el caso de un país como Portugal, esa es la experiencia de innumerables personas y generaciones que han emigrado a lo largo de los tiempos, y de forma masiva en el siglo XX (a Brasil en las primeras décadas del siglo, a los países europeos más ricos a partir de los años 60). El hecho de que hoy vivamos en un mundo globalizado e hiperconectado, de viajes y expatriaciones de duración e intensidad muy variadas entre sí, no cambia ese anclaje del fenómeno de la emigración portuguesa en una historia ya antigua y que, a veces, parece no pertenecer totalmente al pasado. Prueba de esto mismo son los últimos años de crisis económica y de empobrecimiento de la población, marcados por el regreso a la fuerza del recurso de la emigración, en números comparables a los de finales de la década de 1960, algo que hace algunos años parecía imposible.

También yo tengo la sensación de ser heredero de un pasado que parece querer “pillar” el presente, como en el juego de los niños, el juego de pillar. A no ser que haya sido al contrario, que haya sido yo, en mi presente, el que quiera sin gloria alguna encontrarse con el pasado. Al llegar a París a los 27 años para hacer una tesis doctoral, llegaba a la ciudad donde nací pero en la que no recordaba haber vivido. Mis padres, ambos portugueses, se conocieron allí, se casaron y tuvieron hijos, pero regresaron a Portugal en 1974 sin que yo tuviese edad para guardar recuerdos de esa época. Ni tampoco de su vida en común, ya que mis padres se separaron poco después de ese regreso. Cuando, muchos años más tarde, al preparar clases sobre emigración portuguesa en la universidad francesa en la que trabajo, leí que los emigrantes que fueron a Francia en los años 60 y 70 seguían con frecuencia los caminos de las generaciones que los precedieron —en los años 50 e incluso antes, en el periodo entre las dos guerras—, fui tomando consciencia de que mi recorrido no era original y que, por caminos intransitables, yo obedecí a una especie de llamada que venía del pasado, aunque fuera solo una fantasía mía de ese pasado. El hecho de que mi madre hubiera trabajado toda su vida como asistente social ayudando a los emigrantes portugueses, primero en Francia, a partir de 1967, y después en Portugal, a partir de 1977, facilitó indudablemente esta toma de conciencia. En realidad, este texto no es solo para Laura, también es para ella, mi madre Silvéria.

Son muchos los que ya han dicho que es necesario salir para ver. Creo que tuve la primera visión de ese tipo, solo posible en la distancia, cuando, poco tiempo después de llegar a París, y viviendo en una gran residencia universitaria con otros portugueses, me di cuenta de la forma en la que mis compatriotas, cuando estaban en grupo, tenían dificultades para separarse los unos de los otros, al contrario de lo que parecía suceder con los estudiantes de otros países. Si, por ejemplo, nos preparábamos para ir a comer a la cantina, siempre había que esperar un poco más a alguien que estaba a punto de llegar para ir también con nosotros, lo que me impacientaba (prueba de que yo también tenía dificultades para ir solo). Armado con un bagaje teórico de ciencias sociales, yo veía en este comportamiento un antiguo trazo de la antropología profunda de la sociedad portuguesa, compartida con otras regiones mediterráneas y del sur de Europa, en las que el individualismo mandaba poco. Y me parecía que tales formas de comportamiento en grupo decían más sobre las personas y la sociedad de donde yo venía que muchos estereotipos repetidos y repetitivos sobre el fado, la saudade o los portugueses como un pueblo muy católico y de grandes navegantes.

Con el paso de los años viviendo en el extranjero, me he ido dando cuenta de que los estereotipos no solo son muy resistentes (ils ont la vie dure, como se dice en francés); también pueden tener su parte de verdad. Del mismo modo que las brujas del dicho en castellano: no creemos en ellas, pero “haberlas, haylas”. He ido siendo consciente de un sentimiento parecido a la Saudade portuguesa con mayúscula, acompañado por una persistente fantasía de regreso (sin querer necesariamente realizarla, como ocurre con las fantasías). Imagino compartir esto con muchos compatriotas emigrantes, del mismo modo que comparto con ellos sentimientos concretos y muy estructurados en torno a la lengua, la gastronomía y el fútbol.

Sin embargo, como todos sabemos, no siempre esta compartición en una comunidad imaginada tiene armonía. También depende, y mucho, de la visión de los demás. La imagen puede hacerse añicos según el lugar donde estemos y quién nos vea. La antigua cuestión de la distinción social y las diferencias de clase se entromete aquí, como en tantas otras cosas, y puede atravesarnos como una cuestión personal. A veces, en lo cotidiano, me dicen en broma el cliché del emigrante portugués que trabaja en la construcción civil. En general eso no me incomoda porque entiendo que hay una regularidad sociológica que está detrás de ese cliché y porque tengo sincera envidia del que, independientemente de su origen, trabaja con las manos y resuelve complicados problemas de bricolaje. Pero en ciertos ambientes sociales, como entre colegas universitarios, el uso de este cliché sobre los portugueses para hacer un chiste fácil a partir de un prejuicio social ya me puede incomodar bastante más (el episodio fue real y el autor de la broma es un distinguido autor de libros sobre materias psicológicas delicadas). Racionalizando, con el pasar de los años he ido llegando a la conclusión de que el antiguo estereotipo sobre los inmigrantes portugueses como no cualificados —aunque no corresponda a la realidad actual— explica en parte el poco reconocimiento del portugués, todavía en la actualidad, como lengua de cultura en las universidades francesas y, anteriormente, en la enseñanza secundaria. Esto afecta a mi propio trabajo de profesor, pues tengo pocos alumnos y, en la mayoría de los casos, son hijos o nietos de emigrantes. También a la relación con ellos; oscilo entre la complicidad de un origen común y las ganas de romper con el carácter “identitario” de la enseñanza del portugués, ruptura que me parece indispensable para que esa enseñanza se pueda desarrollar.

También me acuerdo de una vez en que un colega mío de Lisboa, historiador como yo, al escribir en un blog sobre París para lectores portugueses, me negaba con vehemencia la condición de emigrante porque mi partida a Francia no fue motivada por razones económicas. “Emigrantes son los otros”, me decía, “en el fondo, no los de nuestra clase social”. Las élites culturales portuguesas, o que se imaginan como tal, siempre se expatrian y siempre se ven a sí mismas como viajeros cosmopolitas, no como migrantes. Negaron y niegan la imagen que se les devuelve del portugués como migrante económico. Todavía hoy bromean con los emigrantes que vuelven en vacaciones de verano a la “terriña” con sus ansias de mejorar socialmente, su mal gusto y sus casas “tipo maison” o el “emigrés” que hablan. Como un juego de petanca en el que el objetivo fuera solo hacer que unas bolas empujaran a otras, la imagen social negativa proyectada sobre un medio social desestabiliza otros medios sociales, que buscan distinguirse del primero, negando la identificación con una comunidad de origen que, en ciertos contextos, les hace perder el lustre social.

En la película Moradores, la realizadora francesa Jeanne Dressen muestra el caso extremo de los portugueses en la pequeña isla de Groix, en el suroeste de la Bretaña, donde se instalaron en los años 60 para construir una presa. Se fueron quedando, asumiendo el monopolio de la construcción civil. Para los demás isleños de Groix, son portugueses y albañiles. Cuando atraviesan el canal y van hasta la costa bretona, son isleños, groisillons (nativos de la isla de Groix). Y, naturalmente, al llegar a Portugal, son “franceses”.

Al llegar a la edad adulta de la emigración, me gustaría poder hermanarme con mis compatriotas migrantes, portugueses o no, a partir de la experiencia de toma de conciencia propia y de los demás de la que hablo al principio de este texto. Con ese propósito, me gustaría evocar a mi vecino parisino, mecánico de coches y “manitas”, que se jactaba de haber aprendido varias lenguas trabajando con otros emigrantes y de conseguir comunicarse con todos ellos. Desgraciadamente, no siempre este aparente cosmopolitismo de la situación profesional se transmite a una concienciación cívica y, a la vez, política. Sabemos que el ejemplo de la emigración portuguesa en Francia se usa desde hace muchos años como arma de discriminación contra las comunidades de origen magrebí. Apuntados como ejemplo de integración frente al otro que se negaría a integrarse, los emigrantes portugueses raramente se desmarcan de esa forma de racismo que, en realidad, también los alcanza y menosprecia. Nunca me olvidaré de que una vez vi a Nicolas Sarkozy en 2003, en aquel momento Ministro de Interior, dando un discurso frente a los miembros de una asociación portuguesa en Neuilly-sur-Seine y haciendo precisamente este triste ejercicio, arrojando a los portugueses contra los “árabes” y recibiendo el aplauso de toda la sala. Nunca me he sentido tan distante de mi “comunidad imaginada”, allí bien concreta.

Más o menos en el momento en el que vine a vivir a Francia, las ciudades portuguesas comenzaron a recibir muchos más inmigrantes de lo que era habitual, como resultado del crecimiento económico que se vivió en ese momento. Los empleadores portugueses de la construcción civil comenzaron a ofrecer bajos salarios y malas condiciones de trabajo a los inmigrantes brasileños, eslavos, africanos. Mucha gente se indignó en ese momento porque un país llamado “de emigración” tuviera también, como los demás, prácticas discriminatorias y de explotación. No me parece que haya mucho misterio, ni razones para el pesimismo en ese hecho. No aprendemos con una experiencia colectiva o histórica en abstracto, sino en momentos concretos en una generación dada, y también individualmente, cada uno con su propio recorrido.

Lo que nos ayuda, eso sí, a que nos veamos mejor como comunidad, son las obras de arte que ayudan a olvidar nuestras identificaciones primarias. Por ejemplo, la bella película de Sérgio Tréfaut, Lisboetas (2004), tuvo un papel importante al mostrar a los muchos portugueses que la vieron una visión humana sobre los nuevos migrantes en Lisboa. La película muestra que, cuando somos vistos por los migrantes, esta vez desde dentro, esa visión se suma al conjunto de las visiones de las que estamos hechos, enriqueciéndonos. Es también ese el espíritu de esta bella Enciclopedia, y es por eso un honor poder estar en ella.